Todos te llamabamos amor.

La vida antes te sabía a victorias. Tenías la sonrisa de aquellos, que incluso perdiendo, se sientes vencidos, pero nunca derrotados. Tenía las suelas de tus zapatos rota, de correr sin aliento tras la libertad. Tenías cientos de cicatrices, y no querías que ni tú ni nadie llevara la cuenta de ellas. Eras de esas personas cuyo primer ideal era tener la cabeza siempre bien alta, de esas que parecen no saber (o es que nunca han querido saberlo) que a veces para avanzar ahí que mirar al suelo. Tú siempre decías que tu vida era como una noria, pero que le faltaba la parada en lo más alto para observar el paisaje. Y yo siempre maticé, que más bien era como un caleidoscopio, que las imágenes se transformaban con un mínimo giro de muñeca. Que en tu vida no hacía falta 180º para cambiar nada, que con el grado de un parpadeo era suficiente. Eras de esas personas que nunca miran la hora, de las que cazan el tic tac del aire y en un segundo les prenden fuego. Aunque claro, para ti, los segundos eran insignificantes, y para mi empezaron a serlo, el único péndulo que quería seguir era el de tus caderas. Y es que, incluso del tiempo eras dueña, o más bien atemporal. Esa eras tú, amor, la que bailaba con las peores bestia en cualquier esquina,  la que se apostaba con el demonio que su sabiduría venía de viejo y no de demonio, y ganaba la apuesta, la que ni el viento conseguía despeinar.

Única, valiente, y demasiado libre para ser mía.

 

Eras exactamente como decía aquel poeta de noches y estrellas. “Una diosa que solo al miedo teme, e incluso el miedo la amaría